De cajón: formas de leer la moral de los comunistas

“No hay que juzgar un libro por su cubierta”, reza una especie de refrán yanqui medio pavote. En este caso, sin embargo, la frase cobra un relieve inesperado. El libro, que compré en un lote bastante trash a un vendedor de la calle, se presenta a nuestros ojos con esta apacible apariencia:

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Se trata, como el amable lector puede comprobar, de una libreta de pagos de una inmobiliaria.

Una mirada más atenta nos muestra que el relieve que funciona como marco (engofrado, que le dicen) se interrumpe en la parte superior, como si hubiera sido prolijamente recortado. El dorso de la tapa (retiración de tapa, que le dicen) nos da más pistas de su origen:

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Allí aparecen los datos de un lote en Laferrere (en la calle Sin Nombre entre Varela y Paz) y el detalle de la cuota de pagos.

Pero estos detalles anodinos terminan aquí, lo que cubre esta inocente fachada es este libro:

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Se trata de La moral de los comunistas, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1965. “Componen este libro – dicen los compiladores – una serie de artículos, notas, cartas y fragmentos de diarios íntimos, que reflejan los ideales de la moral comunista”. Efectivamente, el texto es una heterogénea colección de fragmentos que va de los padres fundadores (Marx, Engels, Lenin hasta figurones soviéticos hoy olvidados (Kalinin, Kirov, Krupskaia). No hay ningún texto de Stalin.

Pero lo que nos interesa de este libro no es el texto en sí, sino las operaciones que nuestro anónimo lector realizó sobre la materialidad del libro. Para comenzar, la misma encuadernación llama la atención. El trabajo es rústico pero cuidado.  Cortó concienzudamente el cartón de la libreta para que coincida exactamente con el bloque del libro (dejando una mínima y calculada ceja), improvisó un lomo en tela que sigue sosteniendo el libro a pesar de los años, y pegó todo muy prolijamente.

Lo primero que surge al ver esta pieza de artesanía lectora es la pregunta por su hacedor: ¿quién se tomó todo ese trabajo y por qué? Se me ocurren dos hipótesis. Uno: se trató de un empleado de la inmobiliaria que decidió enmascarar sus lecturas subversivas para poder leer tranquilo mientras visitaba a los clientes / deudores. Dos: se trató del deudor, del trabajador que compró ese terrenito en un barrio popular, en cuotas, y decidió usar el símbolo de su explotación para encubrir una de las herramientas para la destrucción del mismo sistema que lo agobiaba, como quien envuelve, amorosamente, una molotov para regalo. Por diversas razones (estéticas, sobre todo), me inclino por la opción dos. También, por diversas razones, me inclino a pensar que es un lector, no una lectora. Aunque quizás esto sea un prejuicio.

Sigamos. Casi todos los libros tienen algunas páginas en blanco al comienzo (hojas de respeto, que le dicen). Nuestro lector aprovechó ese espacio para escribir de puño y letra, a modo de  proemio (¿de Génesis?), en rojo barricada, la siguiente crónica, que transcribo, si el autocorrector lo permite, siguiendo la ortografía y la puntuación original:

1º de Mayo 1887 estalló en Chicago la huelga general orientada por la unión de obreros. El reclamo principal era la instauración de la jornada laboral de ocho horas. El movimiento alcanzó grandes proporciones. Tres días después de del comienzo del paro, la organizacion obrera convoco a un gran acto en Hakmarket. La reprecion fue brutal: la polisia ametralló a l multitud, sin respetar siquiera a los chicos. Los huelguistas se defendieron, hubo lucha y también entre los represores se contabilizaron caídos.

Bajo la precion de los empresarios, los tribunales achacaron a ocho dirigentes sindicales la responsavilidad de los sucesos. La condena devía ser ejemplar: la horca. El proseso fué una tragica farza y Augusto Spies, Alberto Parsons, Jorge Engel, y Adolfo Fischer murieron colgados. Oscar Neebe resibió una pena de quince años de prisión y Miguel Jehwab y Manuel Fielden zafaron de la horaca, pero fueron condenados a prisión perpetua. Luis Lingg, otro de los procesados se suicidó entre rejas.

“ELLOS FUERON LOS MÁRTIRES DE CHICAGO”

Augusto Spies, fogoso orador revolucionario y director del periódico Arbeiter Zeitung, se plantó ante la horca en el minuto final y exclamó:

“Tiempos habrá en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que hoy se acallan con la muerte”.

!!Bravo!!  !!Carajo!!

El congreso reunido en París, es decir; internacionalista en 1889, en respuesta a la masacre; resolvio convocar o hacer un llamado a la comunidad trabajadora mundial a una jornada de lucha el 1º de Mayo. Así sucedió a partir de 1890.

De nuevo, llama la atención la inclusión de este texto cuya pertinencia con el resto del libro es más bien difusa. O no, porque – y aquí adelantamos nuestra hipótesis – creemos que las múltiples intervenciones que nuestro lector realiza sobre este libro modifica su lectura. Construye, por así decirlo, otro texto; mucho más interesante, por cierto. De hecho el tono épico de este comienzo contamina el didactismo moralista del libro y le da otro aliento.

Muchas de sus intervenciones, por ejemplo, agregan énfasis y emoción a la prosa más anodina. Los “¡Bravo! ¡Carajo!” y los “Cierto” intercalados profusamente en el texto reescenifican la situación de enunciación, nos sacan del tono intimista de la carta o el texto didáctico y nos colocan en la tribuna o en el mitin. El enfático vuelve oral el texto escrito, uno no puede dejar de imaginar esos textos pronunciados por algún orador más o menos carismático ante un público entusiasta.  Me resulta irresistible la imagen del trabajador que, escondido tras los cartones de una libreta de pagos, reconstruye en la soledad de la lectura la asamblea que destruirá el sistema que lo oprime.

Los folletos anarquistas y socialistas de principios del siglo XX instaban a sus lectores a hacer circular los textos luego de ser leídos. “La propiedad es un robo; – rezaba un folleto anarquista de 1900 – quien después de leer este folleto se lo guarde es un ladrón”.  El formato libro supone un lector, digamos, más “burgués”, con biblioteca y acumulación de capital simbólico. Sin embargo, nuestro lector inscribe, en el propio libro, su circulación, entablando un diálogo con un futuro lector.

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A veces la intervención apunta a una reorganización del texto escrito, una unión y división de capítulos diferente a la de los editores originales.

David Viñas decía que cada vez que escuchaba “La Internacional” le venían unas ganas irresistibles de traducirla: el lenguaje más bien solemne del que debía ser el himno de los oprimidos del mundo difícilmente interpelaba al trabajador real. Nuestro lector sería un buen candidato para esa tarea: varias veces completa el sentido de una frase con un comentario que traduce, en lengua popular, su sentido más profundo.

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Otras veces el diálogo que establece con el impreso expresa dudas, ironías e, incluso alguna sorprendente referencia culta.

¿Qué significa leer? ¿Qué operaciones ponemos en práctica cuando nos relacionamos con un texto escrito? Hoy, cuando leer amenaza ser el paseo inocuo por límpidas pantallas, nos conmueve especialmente las intensidades con que este lector inscribía, en la materialidad del libro, sus pasiones intelectuales. Nosotros, a quienes el paso por alguna instancia educativa nos acostumbró a medrosos subrayados o algún comentario mnemotécnico en los márgenes (práctica que, incluso, se va atenuando  o perdiendo con el tiempo) sentimos algo de nostalgia de lo no vivido en estos énfasis, en estas irrespetuosas alteraciones del texto recibido. También, el necesario ocultamiento del cuerpo del delito entre las inocentes tapas de una libreta de pagos nos habla de una potencia subversiva del escrito que hoy está irremediablemente perdida en la proliferación digital de textos sin cuerpo.

Por supuesto, no estamos de acuerdo con la mayoría de las ideas que aparecen en el libro original: la moral de los comunistas, con sus invectivas a conductas “desviadas” y su apelación a la mesura y al sacrificio, no difiere demasiado de la moral burguesa que aspiraba a reemplazar. El libro es un texto estatal, es su lectura en otro contexto (la Argentina de los años 60 o 70) lo que lo vuelve interesante y hasta subversivo.

De todas maneras, no podemos sino estar de acuerdo con, por ejemplo, el párrafo subrayado pero, sobre todo, con el lunfardesco comentario de nuestro anónimo lector:

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El robo de La Gioconda y las verdaderas vidas imaginarias del marqués de Valfierno

A Paulo Marcel Coelho Aragão

Hace un tiempo, revisando un número antiguo de la revista L’Illustration, encontré una nota sobre el arresto de Vincenzo Peruggia. Recordé unas cosas, investigué otras y escribí este texto que, me doy cuenta ahora, me quedó bastante largo. Ojalá alguien tenga tiempo de leerlo.

 Vincenzo Peruggia, autor de la Gioconda

El 22 de agosto de 1911, el pintor Louis Beroud, al ingresar al Salón Carré del Museo del Louvre, se inquietó al ver el espacio vacío donde debía estar el cuadro La Gioconda, de Leonardo da Vinci. Había recibido autorización especial del museo para copiar la célebre obra, y se contrarió ante lo que, suponía, sería algún tipo de restauración que sumaría tiempo pero no dinero a su trabajo. Llamó la atención al guardia, este a su jefe y, luego de unos cuantos eslabones en la cadena burocrática, la verdad se hizo evidente: el cuadro había sido robado.

La noticia replicó ampliamente en los medios, que inventaron la fórmula “el robo del siglo”, luego repetida, con aciaga monotonía, durante todo el siglo pasado, ante crímenes cada vez más vulgares. Se iniciaron expedientes, investigaciones, requisas, sin ningún resultado. Se establecieron todo tipo de hipótesis rocambolescas acerca del o los autores y del posible destino de la obra. Unos meses antes, Apollinaire había repetido ante la prensa francesa la llamada de Marinetti a quemar los museos para dejar paso al nuevo arte. Apollinaire fue detenido, luego también Picasso, y se llegó a especular con una banda de artistas de vanguardia que había decidido llevar sus rebeliones simbólicas a la acción directa. Lamentablemente, la realidad no aprovechó esa oportunidad y ambos artistas fueron puestos en libertad sin cargos.

Dos años después, un pintor (pero de casas) italiano, Vincenzo Peruggia, fue detenido mientras intentaba ofrecer el cuadro a la Galleria degli Uffizi, en Florencia. En prisión, Peruggia declaró que había actuado por razones patrióticas, que solo quería devolver la obra que Napoleón había robado a los italianos. Ignoraba (o fingía ignorar) que, en realidad, el cuadro había sido un regalo que el propio Leonardo le había hecho al rey de Francia cuando trabajó en la corte francesa, en sus últimos años.

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Reconstrucción del robo de Peruggia

El relato del robo fue bastante decepcionante. Peruggia había sido contratado para hacer unos arreglos, y pudo observar la escasa vigilancia del museo. Luego de finalizado el contrato, entró en la sala vestido con ropa de trabajo, descolgó el cuadro, le puso un lienzo encima y se lo llevó tranquilamente bajo el brazo. La gente que presenció el hecho pensó que era un empleado haciendo algún trabajo de rutina.

(Tres años antes, Gilbert Chesterton había publicado su primera colección de cuentos con el personaje del Padre Brown. Dos de ellos –“El hombre invisible” y “Las pisadas misteriosas”– utilizan la misma hipótesis que permitió el robo de Peruggia, improbable lector de Chesterton: los sirvientes y los empleados son “invisibles” para las personas cultas y decentes).

El hecho, sin embargo, produjo resultados impensados. Durante los dos años que faltó la obra de Leonardo, el museo multiplicó la cantidad de visitantes que se agolpaban para ver el espacio vacío donde había estado el cuadro. Los investigadores han descubierto, además, que la ausencia del cuadro hizo estallar su imagen en los medios de comunicación y en el mercado de consumo. Peruggia, sin saberlo, sacó a la Gioconda del mundo de arte (donde ya era considerada una obra maestra) y la transformó en ícono pop, en sinécdoque mediática del “gran arte”, en polo de atracción de una nube perenne de japoneses con cámara. Peruggia como mártir ignorado de la vanguardia: antes de Malevich, antes de Cage, antes de Warhol (¡antes de la Gioconda de Duchamp, quien, visto desde esta perspectiva, no es más que un tímido discípulo –un falsificador– del maestro italiano!), supo ver que el valor de la obra no reside en la obra en sí, sino en los modos en cómo se presenta (o se ausenta).

Los jueces no supieron apreciar estas virtudes: lo condenaron a un año y medio de cárcel. Felizmente, pudo salir a los seis meses y pasó el resto de su vida pintando casas.

Orgullo argentino

Años después, el 25 de junio de 1932, el periodista norteamericano Karl Decker publicó en Saturday Evening Post una historia que causó un modesto revuelo, algo más modesto, quizás, que lo que él hubiera querido. En ella cuenta que, en 1914, unos meses después de que Peruggia hubiera sido atrapado, se presentó en su casa un misterioso caballero argentino que se hacía llamar el marqués de Valfierno y que agregó una interesante perspectiva a la historia del robo de la Gioconda. Según Decker, Valfierno (por supuesto, ese no era verdadero nombre y tampoco ostentaba ningún título de nobleza real) le contó que Peruggia había sustraído el cuadro bajo su influencia. Lo había conocido en alguna cantina donde el italiano, probablemente borracho, había fanfarroneado que podía llevarse el cuadro del museo si él quería. Valfierno investigó sus palabras y, al darse cuenta de que efectivamente era posible, pergeñó hábilmente su plan maestro. Comisionó a su amigo, el falsificador Yves Chaudron, a que hiciera seis copias de La Gioconda y, con ellas bajo el brazo, viajó a Estados Unidos. Los cuadros no llamaron la atención de la Aduana; en aquella época todavía era común contratar pintores para que hicieran copias de obras famosas. Guardó los cuadros en un lugar seguro y aprovechó el viaje para convencer a varios millonarios norteamericanos de que él podía conseguirles el Santo Grial de los coleccionistas de arte. Les dejó bien en claro, por otra parte, que la adquisición de la obra los convertiría automáticamente en cómplices de un robo y que, por lo tanto, debían mantener la posible operación en el más absoluto secreto. Luego volvió a París y le dio el visto bueno a Peruggia para que realizara el robo. Le prometió que luego lo ayudaría a vender el cuadro y se despidió de él para siempre. De nuevo en Estados Unidos, y con la noticia incendiando titulares de diarios, Valfierno vendió no una, sino seis Giocondas a un igual número de millonarios incautos.

Valfierno había cometido el crimen perfecto. Peruggia no lo había delatado y tampoco podría hacerlo si hubiera querido, ya que solo conocía de él su nom d’artiste y un par de datos circunstanciales. Los millonarios tampoco podrían, ya que eso los inculparía a ellos mismos, y además se habían convencido (Valfierno ayudó un poco) de que la historia de Peruggia era un bluff que habían inventado las autoridades francesas para poner una copia en lugar del cuadro robado y terminar así con el escándalo; todavía creían (los seis) que poseían el verdadero y único ejemplar de la Gioconda.

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La crónica de Karl Decker publicada en el Saturday Evening Post.

Pero había algo que atormentaba a Valfierno. Su obra era demasiado perfecta. Despreciaba a los millonarios a quienes había embaucado, no por haberse dejado engañar (quién no ha sido engañado alguna vez), sino por conformarse con la contemplación solitaria de la obra de arte. Valfierno comprendía que el arte necesita del público para completar su misión y él temía que su obra maestra (creía, por supuesto, que la estafa era una de las bellas artes) le aportara solamente el millón ochocientos mil dólares que, a razón de trescientos mil por cabeza, les había birlado a los millonarios. Generoso, ideó un plan para que su legado no quedara totalmente en el olvido, aunque él no disfrutara de las mieles de la fama; precavido, se aseguró de que la difusión de su obra no amenazara su seguridad personal. Por eso se apersonó, esa tarde lluviosa de 1914, en la casa de Karl Decker, a quien admiraba por sus artículos. Por eso le contó minuciosamente los detalles de su estafa. Por eso, también, le aconsejó, con palabras amables bajo las cuales podía advertirse una velada amenaza, que no publicara la historia hasta que él, Valfierno, hubiera muerto. Y por eso Decker publicó recién en 1932, luego de haberse asegurado de la muerte reciente del falso marqués, la historia del estafador.

La historia de Decker, decíamos, provocó un revuelo modesto. Ya nadie recordaba el otrora famoso “robo del siglo”; había pasado una guerra mundial en el medio y la crisis del 30 no colaboraba en despertar el interés en una estafa aristocrática ocurrida veinte años atrás. No pasó mucho tiempo hasta que fuera olvidada.

El primero que la rescató (creo) fue otro argentino, el padre Castellani, quien en 1959 publicó una versión más o menos ficcionalizada de la crónica de Decker, “El caso de la curva de la Gioconda”, en un libro sobre “cuentos del tío”, inspirados (algunos, tal vez todos) en casos reales. En 2004 Martín Caparrós ganó el Premio Planeta con su novela Valfierno, que reconstruye la vida anterior y posterior a la estafa del falso marqués de la que poco o nada se dice en la historia publicada en el Post. El libro es bueno (por lo menos, a mí me gustó mucho en su momento); Caparrós construye un Valfierno convincente a partir de una idea interesante: quien más, quien menos, todo argentino hijo de inmigrantes, a principios del siglo XX, fue un falsificador de su pasado; Valfierno es solo una hipérbole. Pero, sin duda, el núcleo de interés sigue siendo el relato de la estafa “real”, que Caparros dosifica hábilmente a lo largo de la novela.

No deja de ser una lástima, por todo esto, que Valfierno (o el hombre que se escondía bajo ese nombre), muy probablemente, no haya existido jamás.

Valfierno desaparece

Tiempo después de la aparición de la novela de Caparrós, en 2011, el periodista especializado en arte Jérôme Coignard publica, luego de doce años de minuciosa investigación, el libro que pretende ser definitivo sobre el caso del robo de la Gioconda: Une femme disparaît. Coignard revisó notas de prensa, investigó archivos policiales, entrevistó a familiares y amigos de Peruggia y en ningún momento se topó con la presencia de un falso marqués argentino ni con la del falsificador francés. De hecho, el único rastro de la existencia de Valfierno y de su amigo Yves Chaudron es la crónica de Decker. Coignard también participa de un documental sobre el hecho, The Missing Piece: Mona Lisa, Her Thief, the True. Su director, Joe Medeiros, cuenta en su blog que, durante la realización del film, se vio obligado a revisar, una vez más, la historia de Decker. Descubrió, entre otras cosas, que la descripción (falsa) que hace el Valfierno de Decker del soporte del famoso cuadro (el argentino dice, en la crónica, que estaba pintado sobre una madera muy pesada, cuando en realidad es lo contrario) está calcada de una nota, firmada por un tal Walter Littlefield, que apareció en el Sunday New York Times en julio de 1913, unos meses antes del arresto de Peruggia. El veredicto de Medeiros es contundente: Decker había sido un periodista de fama en otra época, pero su estrella se había extinguido; por eso, para tratar de darle algo de aire a su carrera agotada, falsificó la historia del falsificador.

Medeiros anota, como al pasar, que Decker, luego de su decadencia como periodista, condescendió a escribir relatos policiales (“pulp fiction”). No encontré rastros de esa etapa de Decker (Medeiros no aporta ninguno), pero el detalle es interesante. De hecho, su crónica puede leerse, aún hoy, como un excelente relato policial (eso hicieron, por otro lado, Castellani y Caparrós). Su “pecado” fue hacer pasar esa ficción como realidad. Seis años después de la crónica de Decker, Orson Welles versionaría, en forma de noticiero radial, el clásico de H. G. Wells La guerra de los mundos, provocando así el pánico en New York y el lanzamiento a la fama de su pergeñador. Después, también, de Decker, pero antes de Welles, Borges lograría un revuelo más modesto cuando publicara, en 1936, en un libro de ensayos, una crónica de una novela policial hindú, inexistente (“El acercamiento a Almotásim”), que motivó búsquedas bibliográficas y encargos al extranjero imposibles de satisfacer. El procedimiento en los tres es idéntico, pero su destino muy diferente: para unos, el reconocimiento de una novedad narrativa y un síntoma de genialidad, para otro, la ignominia y el olvido. Borges haría de este juego de ambigüedades entre lo real y lo ficticio parte de su estética; en Welles la fascinación por este artilugio narrativo se haría evidente desde su primera película, Citizen Kane, una biografía imaginaria de un personaje real (el magnate Randolph Hearst, que más adelante aparecerá en esta crónica), hasta su último filme, un falso documental sobre falsificadores, F for Fake. Decker, cumpliendo el destino de todo precursor, moriría poco tiempo después de su crónica, olvidado.

La verdadera historia de Valfierno: primeros años.

Hay una manera, sin embargo, de salvar la existencia de Valfierno sin contradecir los datos duros. Después de darle varias vueltas al asunto, se me ocurre lo siguiente.

El verdadero Valfierno (el hombre que más tarde tomaría ese nombre) nació en el último cuarto del siglo XIX en el seno de una familia argentina en la que la feliz combinación de buenos contactos, la Ley de Enfiteusis y el exterminio indígena la había hecho poseedora de una extensión de terreno equivalente a un país europeo medio pelo. Allí las vacas crecían, libres como el viento, y no oponían demasiada resistencia a la hora de ser transformadas en material exportable. Con todo, la familia de Valfierno exhibía fuertes tintes progresistas; consideraban que Estados Unidos representaba un mejor ejemplo que la decadente Europa y, con ese espíritu, fueron pioneros en la incorporación de la Remington y el alambrado en la explotación agropecuaria.

Valfierno, en cambio, no parecía disfrutar de tan copiosos privilegios; las tareas del campo le resultaban odiosas y el mundo de los negocios le parecía insoportablemente monótono. Sin embargo, las presiones familiares de único hijo varón (sus hermanas mayores habían sido casadas con hijos de familias estratégicamente elegidas) lo transformaron en un desganado abogado que, entre digesto y digesto, devoraba folletines de Salgari o las aventuras de peninsulares bandidos rurales escritas por Manuel Fernández y González. Valfierno se aburría.

En 1897 tuvo su primera epifanía. Había viajado a Nueva York para acompañar a un tío a cerrar unos negocios y presenció la llegada triunfal del buque que traía a la joven Evangelina Cosio y a su salvador a Estados Unidos. La historia de esta adolescente, enteramente verídica, constituye uno de los casos más extraños de los anales de la prensa norteamericana y merece, por lo menos, un párrafo aparte.

Periodismo de acción

Este. Evangelina Cosio y Cisneros era la hija de un rebelde cubano, amigo de José Martí, que, en 1896, participó en el levantamiento contra la corona española y que por eso fue encarcelado. Meses después que su padre, Evangelina fue también puesta en prisión bajo graves cargos de “incitación a la rebelión”. Según la historia que difundió la prensa, su único “crimen” fue rechazar los avances indignos de un lascivo coronel español una vez que fuera a verlo para tratar de interceder por su padre. En Estados Unidos, Randolph Hearst, el inventor de la prensa amarilla y que inspiraría, muchos años después, el personaje de Citizen Kane, transformó la historia de Evangelina en una bandera. Desde su buque insignia, el New York Journal, Hearst organizó una estridente campaña a favor de la liberación de “nuestra pequeña Juana de Arco cubana”; juntó firmas, realizó denuncias y agitó a la opinión pública. Como el gobierno español no acusara recibo de la campaña, y tildando de cómplices a los diplomáticos norteamericanos, Hearst decidió enviar a un “periodista de acción” para intervenir en el asunto. El periodista ingresó en Cuba, reclutó a rebeldes cubanos y voluntarios estadounidenses y juntos elaboraron un plan que incluyó láudano para dormir guardias, una lima escondida, sogas, escaleras, documentos falsos y una huida nocturna en un buque de bandera norteamericana. Todo eso fue seguido, día por día, por el Journal, con profusión de grabados y titulares grandilocuentes. Ya en Estados Unidos, en octubre de 1897, Hearst organizó una bienvenida apoteótica, que incluyó el alojamiento de la adolescente en el recientemente inaugurado Waldorf Astoria, una fiesta con música en el Madison Square Garden (a la que asistieron, según la misma prensa de Hearst, más de cien mil personas) y un encuentro con el presidente de Estados Unidos.

Los diarios opositores a Hearst, sobre todo los que orbitaban alrededor de su archienemigo periodístico Joseph Pulitzer, recibieron con escepticismo y recelo la entera historia de la joven cubana. De hecho, llegaron a afirmar que todo se trataba de una falsificación, un montaje, un engaño, o que, a lo sumo, el enviado de Hearst se había limitado a sobornar a los guardias que custodiaban a la nada peligrosa adolescente cubana.

El “periodista de acción” enviado por Hearst, el valiente salvador de damiselas en apuros o el pérfido falsificador de historias sensacionalistas (según por donde se mire) se llamaba, por supuesto, Karl Decker.

Fuga y misterio

Valfierno había seguido con interés de criada el folletín sobre la fuga que venía publicando el New York Journal, y quedó impresionado por la pompa del recibimiento. Logró hacerse invitar al festejo en el Madison Square Garden y allí tuvo un primer vislumbre de un destino posible. No le interesaba la guerra de la independencia cubana, tampoco la joven (que, vista de cerca, le pareció mucho más fea que los grabados que aparecían en el Journal), pero quedó muy impresionado por el porte viril y las hazañas del periodista de Hearst. Ese día decidió que él también sería un aventurero.

Buenos Aires no ofrecía muchas posibilidades para esas aspiraciones. Todavía no dejaba de ser la gran aldea en la cual todas las personas respetables se conocían y donde los futuros de sus hijos promisorios ya estaban prefijados. El joven Valfierno logró que su familia lo enviara a París, con la promesa de vagas representaciones comerciales de los negocios familiares y de aún más vagos estudios que jamás iniciaría.

Se instaló, a comienzos del novecientos, en un coqueto piso en la rive gauche, dispuesto a conquistar el mundo. No le fue fácil desprenderse de los compromisos familiares; los negocios eran prósperos y descubrió que, con poco esfuerzo, podría ganar el dinero que, luego, derrocharía en aventuras inolvidables. Más tarde, tímidamente al comienzo, con más confianza después, comenzó a frecuentar ambientes menos elegantes. Se codeó con delincuentes y artistas. Una noche triunfal salió con un ojo morado de una pelea de taberna y se creyó, por primera vez, un hombre de mundo.

La vida es un hospital donde cada enfermo quiere cambiar de cama, decía Baudelaire. Valfierno quedó fascinado por el mundo de los delincuentes y por las tardes, cuando atendía algunos negocios provechosos, fantaseaba con ser uno de ellos. Por la noche, trataba de copiar sus modos y su lenguaje, pero se dio cuenta rápidamente de que cualquier descuido revelaba su origen de “niño bien”. Optó entonces por el camino contrario: exageró sus modales aristocráticos, atribuyendo ese amaneramiento a las exageraciones de un impostor. Así nació el marqués de Valfierno: el joven aristócrata argentino fingía ser un delincuente que fingía ser un aristócrata.

Con esta personalidad recorrió las noches de la bohemia parisina, preparando el momento (que imaginaba triunfal) en que esa vida falsa se transformara en verdadera, relegando su presente de hombre de negocios a un recuerdo irreal. En paralelo a su interés por el arte, creció su fascinación por su correlato delincuencial: los falsificadores. Mucho más tarde, cuando llegara a tener la mayor colección de falsificaciones del mundo, diría a los circunstanciales visitantes de su museo privado que el falsificador es el más abnegado de los artistas. Dedica todo su talento y su destreza técnica no a la gloria personal, sino a la de otro. No es cierto que el falsificador carezca de talento: algunas imitaciones de Matisse ejecutadas por Elmer de Hory, por ejemplo, diría, son muy superiores a su modelo. El mismo Miguel Ángel comenzó su carrera “desenterrando” falsas esculturas romanas. ¡Cuánto más interesante sería nuestra visión de la Antigua Roma si no hubiera abandonado ese noble oficio para ceder a la vanidad del artista! En un mundo carcomido por el afán de figurar y el egoísmo, reflexionaría un Valfierno ya viejo y millonario, el falsificador es el verdadero héroe del arte moderno.

Un día, cuando en Buenos Aires apenas se habían apagado los ecos del Centenario, en París Valfierno decidió, por fin, cometer el hecho que iniciaría una vida de aventuras sin término. Encargó a un amigo falsificador una admirable copia de un David que vendió a un millonario argentino con aspiraciones bonapartistas. El negocio salió mal; el falsificador fue detenido por otro hecho y terminó confesando todos sus crímenes. El escándalo fue atenuado gracias a los contactos de Valfierno, pero su familia emitió un ultimátum: o volvía de inmediato a Buenos Aires o le retirarían todo su apoyo.

En una noche insomne y lúcida, Valfierno pensó, de una vez por todas, quemar todas las naves, abandonar todo privilegio y vivir la vida que siempre había querido, aunque tuviera que enfrentarse a la miseria y al escarnio.

En el buque que, una semana después, lo llevaría de vuelta a Buenos Aires, Valfierno leyó la noticia del robo de la Mona Lisa.

El criminal imaginario

Hay una expresión en francés, l’esprit de l’escalier, que designa esa frustrante sensación de que se nos ocurre la frase perfecta para una conversación determinada una vez que esa conversación ha terminado. Algo así, pero multiplicado, habrá sentido Valfierno cuando, una vez solucionados sus problemas familiares y a cargo de una nueva representación comercial, esta vez en Nueva York, leyó, esa noche de 1913, la noticia del arresto de Peruggia. Reconoció, en la foto de prontuario que publicaba el periódico, el rostro de aquel italiano que, casi tres años antes, había alardeado de que podría llevarse a “la signora” sin que nadie pudiera detenerlo. Recordó que esa misma noche Valfierno había ideado el crimen perfecto que no se había atrevido a concretar y que, de haberlo hecho, ahora estaría completado y habría pagado con creces sus ansias de juventud. Él había conocido a Peruggia, tenía algunos amigos falsificadores y entre sus contactos comerciales había varios millonarios norteamericanos aficionados al arte; había tenido la oportunidad que lo hubiera justificado y la había dejado pasar. Además, le parecía que el mundo era mucho más horrible sin esa obra de maravillosa simetría que era su estafa imaginaria.

Decidió que todavía no era tarde para restituir el equilibrio cósmico. En las semanas siguientes recopiló, en bibliotecas y periódicos, la información necesaria que le permitiría interpolar un episodio imaginado a la realidad. Calculó cada fragmento de lo real que podría interferir con su relato y alisó el agregado hasta que fuera indetectable en la trama de la historia, salvo por un inevitable cabo suelto.

Con su historia debidamente pensada y repasada, y apropiadamente caracterizado, se apersonó en la casa de quien creía que era el más indicado para ayudarlo en su empresa. Recordó al héroe de su juventud, aquel que había producido el hecho periodístico más importante del siglo anterior. Recordó la fiesta en el Madison Square Garden, el encuentro con el presidente de Estados Unidos, la recepción triunfal en el puerto de Nueva York. Decker lo recibió con amabilidad e interés creciente. Valfierno, al término de su historia, exagerando sus modales de falso aristócrata, le recordó que no podría difundir la historia hasta que una señal convenida entre los dos le indicara que él, Valfierno, había muerto.

En realidad, Valfierno esperaba una muerte, pero no la suya. Sabía que el revuelo internacional que produciría la difusión de su historia haría que los periodistas buscaran al único que podría desmentirla, el trabajador italiano que, en su relato, había sido solo una inane marioneta de sus planes maquiavélicos. Valfierno siguió con paciencia de araña los avatares vitales de su ignorante adversario; supo que sirvió en la Primera Guerra Mundial (nadie como Valfierno deseó su muerte heroica), que se casó y que se instaló en el sur de Francia. Valfierno se suscribió a todos los periódicos de Alta Saboya y leía todas las semanas, con ansiedad de quinielero, los avisos fúnebres. Alguna vez fantaseó con viajar a Francia y asesinarlo en secreto, pero no lo hizo; este, como todos los crímenes de Valfierno, fue también imaginario.

Pasaron los meses y los años. Valfierno prosperaba en sus negocios mientras que Decker decaía más y más. El argentino nunca se casó, y en su amplio piso en Manhattan tenía dos habitaciones que se fueron poblando de falsificaciones pictóricas adquiridas por medios siempre legales. El certificado de falsedad de una obra, que en cualquier otro coleccionista era una señal de zozobra, para él era la marca de que poseía una joya única e irrepetible. Frecuentemente invitaba a su museo privado a amigos y contactos de negocios, quienes luego comentaban esa señal de excentricidad del irreprochable hombre de negocios. Se transformó, más de una vez, en el anónimo benefactor de su héroe de juventud. Le inventó, mediante alguna empresa subsidiaria, trabajos que no siempre Decker llegaba a concluir, y a veces pagaba en secreto espacios en revistas prestigiosas para que su nombre apareciera en ellas. Más de una vez siguió a Decker en sus incursiones nocturnas y le consiguió el taxi que lo llevó de vuelta, borracho, a su casa.

Con el tiempo, como pasa siempre, Valfierno perdió interés, aunque no totalmente. Estuvo más de una vez a punto de mandar la señal convenida, pero se contuvo, más por Decker que por él mismo; sabía que si la farsa se descubría, eso habría sido el golpe final para la decadente carrera del periodista. De tanto vigilarlo, se había convertido en su compañero de copas; Decker jamás lo reconoció. Una noche, como excusa para que lo invitara un trago, el periodista le confesó que tenía una historia que lo haría millonario, pero que no podía publicarla y que por eso sufría, como Tántalo. Los productores de Hollywood se pelearían para llevarla a la pantalla, decía. Al día siguiente, Valfierno le envió la señal convenida, deseando que las cosas salieran bien de algún modo.

Fortuna le sonrió, pero no como él había pensado. El artículo causó tan poco revuelo que a ningún medio se le ocurrió costear un viaje a Francia para reportear al italiano. No lo hubieran podido hacer si lo hubieran querido. Valfierno nunca supo que Peruggia, al terminar la guerra, se cambió el nombre, y ese nombre es el que, en octubre de 1925, salió en un obituario que Valfierno leyó sin reconocer que se trataba de su némesis.

A las pocas semanas el asunto había sido olvidado, y Decker y Valfierno se encontraron de nuevo en un bar a recordar tiempos idos.

Valfierno murió, de causas naturales, en 1953. Sus sobrinos subastaron su colección de cuadros falsificados, pero nadie hizo una oferta.


Ibsen, la Revolución Libertadora y el “voto capacitado”

Cuando se haga el catálogo completo de las equívocas relaciones entre literatura y política, un párrafo aparte (en la sección “Teratología”) merecerá está curiosa edición de El enemigo del pueblo, de Ibsen, que incluye, como abundante segunda parte, un prolijo ensayo en favor de una original (creo) variante del voto calificado que aparece con el nombre de “voto capacitado”.dscn4968

Su autor, Pedro Berruti, vivió su vida bajo la sombra (terrible) de Sarmiento. Maestro normal, profesor de educación física y de danzas nativas, autor de numerosos libros de ingreso (Manual de ingreso a primer año, Manual de ingreso a segundo año, y así), artífice de la “Editorial Escolar” (que todavía languidece en una página de Internet), director y propietario del “instituto modelo Berruti” (ver foto, el folleto publicitario estaba dentro del libro), aún hoy conserva una módica fama con las más de veinte ediciones de su “Manual de Danzas Nativas” (desde 200 pesos en Mercado Libre).  La abundante bibliografía que recoge la página de Editorial Escolar omite, sin embargo, esta obra publicada en 1956, que iría cronológicamente entre Las adoraciones del niño Dios (1955) y su Cancionero escolar argentino (1956).

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El libro comienza, previsiblemente, con una triple invocación al sanjuanino gritón. La primera cita, “Un pueblo ignorante elegirá siempre a Rosas”, enuncia claramente el problema; el lector sólo tiene que reemplazar Rosas por su nuevo avatar.  La tercera, “Necesitamos hacer de la República una escuela”, adelanta la solución. Las inscripciones se completan con dos “gobernantes no demagógicos”: Churchill y Lonardi y, ya que estamos, una distinción entre pueblo y masa escrita por Su Santidad Pío XII.

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Lo demás se deduce. Toda la segunda parte (volveremos sobre la primera) del libro es un vehemente alegato en favor de la restricción del voto hacia los que hayan demostrado su competencia en dos candorosos exámenes orales, uno de “cultura general” y otro de “educación cívica”.  Luego, el recién egresado de ciudadano, munido de su correspondiente certificado (el libro incluye  modelos de actas de examen y de certificados) podrá felizmente ejercer su deber cívico para regocijo de la Patria.

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El texto transparenta de manera casi conmovedora el dilema moral del republicano en las épocas de la Revolución Libertadora, que se debate entre una defensa de una idea abstracta de la democracia representativa y el apoyo a una dictadura concreta. “El triunfo del peronismo en las elecciones de 1946 –diagnostica Berruti– fue posible –doloroso es decirlo–  no sólo por la deficiente cultura cívica de una parte del pueblo sino también por las disposiciones de la ley Saénz Peña que permitió, como siempre, el sufragio de las grandes masas iletradas, las cuales volcaron esa vez en las urnas sus esperanzas de panacea social en las boletas de la demagogia”.  Lector literal de Sarmiento, la solución que propone Berruti, hacer de la república una escuela, demuestra una confianza un tanto excesiva en el valor de la educación para disciplinar el cuerpo social. No dudamos de sus buenas intenciones, pero una ojeada a los “programas” de las materias que habría que aprobar para recibirse de ciudadano, revela que, tras los valores universales de la Ilustración, algunas bolillas podrían interpretarse como algo tendenciosas. Vemos por ejemplo, esta que aparece bajo la rúbrica general de “Economía Política”: “Asociaciones gremiales. ¿Conviene que se haga política dentro de los gremios?”. O esta otra, incluida en el ítem “Política”: “Política y politiquería. Caudillismo y demagogia”.

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Por supuesto, el autor quiere dejar en claro que todo esto es para salvaguardar la democracia, no en su desmedro. Para demostrar sus buenas intenciones recurre, como buen maestro de vieja escuela, a la autoridad. Todo un capítulo dedica a citas de personajes de diversos credos políticos (con las salvedades previsibles) que insisten sobre la importancia de la educación cívica para el ejercicio democrático. En un giro borgiano, incluye una cita del propio Perón para combatir el peronismo, aunque aclara, enfático: “Como bien puede verse, la doctrina sustentada es inobjetable. ¡Lo único que objetamos es forma en que se llevó a la práctica!”

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Pero a mí me llamó la atención el peculiar uso de la obra de Ibsen para expresar esas ideas peculiares. El modelo del libro es de manual: también Sarmiento dividió su ilustre e inclasificable mamotreto en dos partes, un ensayo de interpretación y una especie de “historia ejemplar” que refleja esas ideas.

(Antes se continuar, honremos a Berruti y seamos pedagógicos repasando brevemente el argumento de la obra. Alerta spoiler. El doctor Stockmann, figura prominente de la comunidad de un pueblo noruego y médico del balneario local, descubre que las aguas de ese balneario están contaminadas y que el establecimiento debería cerrarse momentáneamente. Al principio, algunos apoyan su decisión, pero, cuando ven que el arreglo acarrearía grandes gastos para el pueblo, comienzan a dejarlo solo. Stockmann insiste, y la cosa va pasando paulatinamente a mayores: la prensa lo difama; el poder político (representado por su hermano, el alcalde) lo declara «enemigo» del pueblo» e incluso es víctima de atentados anónimos contra su casa. Su hija es despedida de su trabajo de maestra y sus dos hijos son expulsados de la escuela. Pero el buen doctor no se amedrenta y decide crear en su casa una escuela de librepensadores.)

Berruti, consciente de sus habilidades más modestas para la literatura, tiene que recurrir a un material extraño para completar su trabajo. Pero eso entraña un peligro y Berruti lo sabe: la literatura es una amante infiel, cuando uno ya la tiene apalabrada para que atraiga acólitos para la justa causa, la muy trola (en el buen sentido de la palabra), se va con el primer cazador de sentidos que se le cruce. Hay que ver si no a nuestro Martín Fierro, que fue, sucesivamente, federal, roquista, anarquista, nacionalista, peronista y siguen las firmas. Al Facundo es más difícil correrlo de su eje liberal, pero ahí lo tenés al libro de Jitrik, que hace de Sarmiento alguien fascinado (y un poco enamorado) de la figura del gaucho. De hecho, la fábula del doctor que se opone a las autoridades  y a la opinión pública en un pueblito noruego había transitado largamente los tablados anarquistas impartiendo una doctrina mucho más salvaje que la que el profesor de danzas trataba de inculcar a una población indócil. Y más: quien esto escribe presenció hace unos pocos años una puesta en escena de esta obra en el Teatro General San Martín (con Luis Brandoni) y, con esa inútil lucidez que da ser uno de los pocos espectadores sentados de un público que aplaude de pie, creyó ver en esa ovación (probablemente también en la puesta en escena), la protesta de una clase media wannabe ilustrada frente al populismo imperante. Pero esa es otra historia, volvamos.

Para conjurar el peligro del exceso de sentido, Berruti somete al texto de Ibsen a una serie de operaciones normalizadoras: a los niños y a la literatura hay que vigilarlos para que salgan derechitos. En principio, la obra se presenta como una “versión de Pedro Berruti sobre una traducción directa”; al tiempo que se omite el nombre del traductor se pone en primer plano una reescritura pedagógica, que exhibe su intervención pero oculta su naturaleza.

Pero esto es solo el comienzo. El texto está constantemente acosado por una profusión de notas al pie (más de cien) cuya función es menos aclarar puntos oscuros que guiar una interpretación muy particular que, a veces, se vuelve un tanto psicótica. Por ejemplo, en la escena II del acto quinto el doctor Stockmann dice: “Un nombre hiriente puede tener el mismo efecto que un alfilerazo al corazón. Y ese maldito nombre…; no podré quitármelo jamás; se me ha clavado aquí, debajo del corazón”. Inmediatamente, Berruti nos aclara: “(101) Los nombres y epítetos desagradables o infamantes como armas políticas contra los ciudadanos dignos. Recuérdese los tan corrientes en nuestro medio, como los de “vendepatrias”, “oligarcas”, etc”.  Al final del acto II, el doctor Stockmann teme por su familia. Berruti cree del todo pertinente agregar la nota siguiente:dscn5232

Parece evidente que para Berruti, Ibsen no hizo otra cosa que realizar un análisis certero del peronismo unos sesenta años antes de que a este se le ocurriera existir, sin olvidar, claro, a la epopeya libertadora que puso fin a tanto oprobio.

Esto no es todo. Al final de la obra (diez páginas en letra chiquita), Berruti agrega un “Índice de temas políticos tratados en la obra”, en riguroso orden alfabético. El tenor de los ítems consignados y los comentarios dejan en claro que, ignorando toda especificidad, la literatura, para Berruti, es solo una forma más o menos amena de interpelación ideológica  (lo que habrán sido sus clases). Consignemos un par de entradas a modo de ejemplo:

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Sin embargo, su confianza en el valor transformador de la educación y del arte es inmensa. Al final de la segunda parte, una vez que expuso de manera prolija y detallada su proyecto de “voto capacitado”, Berutti sugiere, para expandir la recta doctrina a todos los rincones de la Patria, la representación continua de la obra de Ibsen seguido de un “debate libre”. Por supuesto;

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Y el debate “libre”, faltaba más, necesita reglas muy precisas:

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No encontré datos de que este proyecto haya pasado de una esperanzada pero trunca aventura personal. Me permito imaginar, sin embargo, un final digno de esta aventura:

Supongamos que el profesor Berruti convence a unos cuántos defensores de la libertad y organiza la primera exhibición popular de “Un enemigo del pueblo”. Logra armar un elenco con actores de “neto sentir democrático”, consigue un teatro en un barrio humilde e invita a los vecinos a una intensa jornada cívica. El teatro se llena; los colaboradores de Berruti han pasado por las escuelas de la zona para repartir invitaciones. Para algunos, es la primera vez que visitan un teatro e inspeccionan todo con respeto reverencial; no saben qué es lo que van a presenciar, pero agradecen el gesto de estos desconocidos. Berruti está nervioso pero feliz; sobre todo cuando observa el silencio y la concentración con la que el público presencia la obra, tan diferente a los bulliciosos y vulgares espectáculos que promovía el régimen depuesto. Su emoción se acrecienta cuando, al final, el público estalla en un aplauso cerrado, de pie. Se le llenan los ojos de lágrimas, siente que está presenciando una nueva aurora de libertad, y que él fue, en parte, artífice de ella. El pueblo argentino, piensa enternecido, es noble; sólo necesita algo de guía para que retome la buena senda. El público también está emocionado, la fábula de ese hombre, querido y respetado por todos al principio y luego denigrado y perseguido por las autoridades y la prensa se le incrusta en el alma. Agradecen a esos valientes actores que, en pleno estado de sitio (supongamos, por necesidades dramáticas, que hay estado de sitio), pusieron en palabras y gestos lo que ellos sentían. Quien más, quien menos, todos tenían algún compañero de trabajo preso y la figura del perseguido político no podía resultarles indiferente. Quizás ya habían ocurrido los fusilamientos del General Valle y quizás alguno había leído, en una hoja gremial, los artículos de Rodolfo Walsh sobre la masacre de José León Suárez.  Berruti comprende demasiado tarde esta lección práctica de literatura: la frase es primero un murmullo y luego alguien se anima al grito: ¡Viva Perón! De inmediato la frase repica en todas las bocas. Berruti se tapa los oídos con las manos y huye. Llama a la policía, que desaloja el teatro sin demasiados incidentes. Hace prometer a sus colaboradores que nunca hablarían del tema. Retira los libros de circulación y, en una ceremonia privada, los quema en el fondo de su casa. En el futuro, esta edición jamás aparecería en la contratapa de los numerosos libros que publicaría. Sólo quedarían los ejemplares que había entregado en mano a algunos amigos intachables.

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El libro está firmado y dedicado al historiador y concejal socialista Héctor Iñigo Carrera. Su casi homónimo hijo (de su biblioteca personal proviene este ítem), Héctor José Iñigo Carrera, fue también historiador (escribió, por ejemplo un libro sobre la Tercera Posición y otro sobre los inicios del radicalismo, además de muchos artículos en Todo es Historia) y militante del peronismo entre fines de los 60 y los 80.


Anticoncepción y revolución ¡Huelga de vientres!

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El librito (que provino de la biblioteca de un médico) contiene dos textos y no tiene mención a la editorial ni fecha de edición, aunque adivinamos edición anarquista y primeras décadas del siglo.

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El autor del primer texto  es ignoto, pero el título de su ensayo fue un sintagma-contraseña con que las sexualidades ácratas disputaban terreno bajo las sábanas a la Iglesia y a la moral burguesa.  La “generación consciente”  no era solamente lo que hoy llamaríamos anticoncepción, sino que formaba parte de una serie de operaciones ideológicas y de cuidado del propio cuerpo cuyo contenido revolucionario hoy se nos escapa. Generación Consciente fue también el nombre de una revista anarquista publicada en Valencia entre 1923 y 1928 (luego siguió saliendo bajo el nombre de Estudios, revista ecléctica, hasta el franquismo) que proponía el amor libre y el naturismo.  El texto en sí es una especie de manual de contraconcepción que incluye algunos dispositivos algo inquietantes.

 

El tono neutro y científico afloja un poco al final; vale la pena leer la última frase:

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El segundo texto pone en evidencia, en el lenguaje colérico del manifiesto político, lo que el primer texto matizaba en la escritura fría de la verdad científica.

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Su autor fue un médico anarquista español amigo de Francisco Ferrer i Guardia cuyo texto le valió, entre otras señales de su éxito, un procesamiento y una breve estancia en la cárcel. Las huellas de esas glorias pasadas aparecen en el propio impreso.

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La idea del texto es simple:  el cuerpo de la mujer es el espacio donde el capitalismo se asegura su propia continuidad, porque la producción de hijos alimenta, con mano de obra barata, el propio sistema que los explota. Ante esa situación, la propuesta es una repolitización de ese espacio: ¡huelga de vientres!

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Transcribimos las primeras líneas:

¡HUELGA DE VIENTRES!

¡A los proletarios! — ¡A los Propagandistas! — ¡A las mujeres!

Vosotras sois las que debéis leer, detenida y escrupu­losamente este librito; pequeño en su volumen, grandísimo en su contenido.

Si juzgáis que vuestra salud, vuestra situación mate­rial y económica y otras circunstancias cualquiera no os permiten tener hijos en las condiciones deseadas, haréis bien absteniéndoos de ser madres.

Si ya tenéis hijos, podéis mantenerlos y educarlos más fácil no aumentando su número. Si no los tenéis aún, es­coged el tiempo en el cual os halléis en buenas condicio­nes de salud para hacerlos.

Depende solamente de vosotras. Sois las únicas dueñas y responsables de vuestras dichas y desdichas, y nadie, nadie tiene derecho a imponeros casas que sean sólo de vuestra personalidad. Es preciso que no ignoréis que sin privaros de Amor, la Ciencia os permite satisfacer vuestras necesidades fisiológicas sin peligro a los dolo­res del parto y a las terribles consecuencias del aborto.

Todos tenemos interés en no poner en el mundo hijos que “no hayan sido deseados”, puesto que los recursos que disponemos, nos impedirán nutrirlos bien y educarlos debidamente.

Los propagandistas, Ios rebeldes contra todas las opre­siones, resistirán mejor los golpes de la burguesía triun­fante hoy, si las cargas familiares les son ligeras y po­drán continuar la batalla más audazmente y con mayores frutos.

Los proletarios, no hallándose más aplastados por el peso de los numerosos nacimientos seguidos de innumera­bles enfermedades, a menudo mortales, tendrán más tiem­po y más dinero, para hacer frente a la organización, a la propaganda de las diversas acciones sociales.

Las mujeres emancipadas de la esclavitud natural: la fecundidad; compartirán la alegría de la lucha por la emancipación al lado de sus compañeros. Un poco más de holgura penetrará en los hogares y, el hombre y la mujer, reconciliados por el amor voluntariamente estéril, cami­narán juntos, hacia la futura época del BIENESTAR Y LA LIBERTAD.


La asombrosa y memorable historia del mago Malkut

Hace poco compramos un heterogéneo lote a la viuda reciente de un viejo librero. Entre las cosas que rescatamos (revistas, sobre todo), pude armar esta nutrida serie dedicada al mago Malkut (o Mal-Kut):

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Con esto separado, me puse a investigar sobre la, seguramente, interesante trayectoria del famoso mago; los aficionados a la magia y el ilusionismo suelen pagar bien por las reliquias de sus héroes olvidados.  A medida de que transcurría el tiempo frente a la computadora, pasé de la decepción a la incredulidad y de ahí a la intriga. Nada. Ni una mención, apenas el fantasma de un artículo en MercadoLibre que había publicado el dueño anterior del lote. Internet, el repositorio descuidado de la trivialidad más ínfima, no guardaba ningún registro del paso por el mundo de un artista que había llegado a tener su propio circo, como podemos probar con la documentación que se adjunta:

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De todos los ítems del lote, este era el que me llamaba más la atención:

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Un “recuerdo” de un artista que nadie recordaba. La mirada oblicua e intensa, el trazo recto del humo del cigarrillo, la pose antinatural, todo eso, encerraba un enigma y un desafío. Decidí que no podía defraudar a una persona con semejante peinado. Seguí investigando, leí blogs y ponencias académicas, encontré artículos y documentación gráfica. Descubrí que los aficionados a la historia de la magia y al ilusionismo en Argentina componen una comunidad alegre, entusiasta y prolija (vean, por ejemplo, este blog; o este). Han biografiado a cada mago de provincias, han registrado cada una de las visitas de prominentes y no tan prominentes artistas extranjeros, han consignado cada libro sobre el tema que se ha publicado en el país. Pero de Malkut, nada de nada. Era realmente asombroso que un mago con circo propio haya podido atravesar sin huella un tamiz tan fino. Probé con variaciones del nombre. Descubrí, entre otras informaciones inútiles, que Malkuth (o Maljut en la transcripción española) era, según la Cábala, la décima emanación (sefirá) o atributo de Dios, la de orden más bajo; «se dice que es receptora de  todos los atributos que están sobre ella – aclara la escueta e indescifrable entrada de Wikipedia en español -, por lo tanto su característica principal es bitul, o auto-anulación». Pero, según el vasto orbe virtual, ningún ser sobre la tierra había ostentado ese nombre o alguno parecido.

Sin embargo, desde el pasado, Malkut me seguía mirando. Incluso creí adivinar, bajo el bigotito, una leve sonrisa socarrona:

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Hicieron falta varias tardes de frío y poca venta (aprovecho la ocasión para recordar que librería el rufián melancólico tiene los mejores precios y una atención de la concha de la lora) para que pudiera entrever la única explicación posible.  La que va a continuación.

(Pausa para tomar mate).

Malkut (todavía no se nos ha revelado su nombre verdadero) nació al filo del Centenario en Buenos Aires, casi seguro. Podemos negociar Polonia o Rusia, pero lo cierto es que hablaba un español porteño, sin rastro del idish ancestral ni del hebreo que aprendió trabajosamente durante su niñez y adolescencia. A los nueve años, una noche de verano, lo encontramos escondido, temblando de miedo, en los fondos de una sinagoga, mientras un grupo de niños bien de lo que después se llamaría “Liga Patriótica” hacía pedazos los objetos de culto y prendía fuego el templo. Esa fue la primera vez que quiso desaparecer.

Su adolescencia es más bien brumosa. Sabemos que fue discípulo y luego asistente de un rabino ciego no del todo piadoso. También podemos asegurar que abjuró tempranamente de su destino de judío pobre y trabajador. Sus habilidades con el naipe se estrenaron en las mesas de juego y los acreedores fueron los primeros en atestiguar su talento para la ausencia programada. Un altercado con un accionista de la Zwi Migdal le valió un exilio involuntario en Córdoba o en Brasil y una cicatriz en la mejilla izquierda. Por eso, posteriormente, en todas las fotos saldría de perfil o medio perfil, y embellecería la anécdota transformándola en un duelo por el honor de una dama.

No sabemos si fue en Buenos Aires o en Rosario donde Malkut vería el espectáculo que cambió su vida. Se trató de una de las presentaciones del mago Fu-Manchú, que enloqueció al público del todo el país a fines de los veinte y principios de los treinta. Fu-Manchú se llamaba en realidad David Tobías Bamberg, había nacido en Inglaterra y era el sexto (y último) eslabón de una dinastía de famosos magos holandeses. Se dedicó al mismo oficio que su padre y que su abuelo, más como una forma de revancha que como un mandato. Intentó presentarse, sin mucho suceso, en los mejores escenarios del mundo y aceptó tranquilamente la ironía de que el éxito y la fama le llegaran en el último arrabal del orbe, cuando tuvo que reemplazar a otro mago extranjero. Intentó un par de veces escapar a este destino melancólico (se fue a España en 1935 y filmó seis películas en México en la década del 40), pero finalmente, con resignación oriental digna de su alter ego, terminó sus días en Buenos Aires dando clases de magia.

A Malkut el ilusionismo le pareció la continuación de la estafa por otros medios; esta vez, legales. El cambio le convenía porque su pasado, escaso en años pero abundante en fechorías, había comenzado a pesarle y las facturas (de dinero y de las otras) se acumulaban en las puertas de las numerosas habitaciones de pensión donde se veía obligado a alojarse. Demasiado orgulloso como para solicitar el puesto de aprendiz de algún mago reconocido, Malkut se convirtió en un hábil e ingenioso autodidacta. Los naipes no tenían secretos para él, sólo tenía que cambiar el objetivo de sus manipulaciones. La lectura de los escasos libros publicados sobre el tema y la observación minuciosa de los espectáculos de quienes ya consideraba sus poco aventajados colegas completaron su formación. A mediados de los treinta ya tenía todo listo. Alquiló con promesas un teatro de los suburbios, asumió una identidad oriental («el fabuloso doctor Lao») para atraer algún público residual y estrenó su primer espectáculo. La suerte no lo favoreció; un acreedor o alguna de sus otras víctimas se enteró del nuevo disfraz del viejo zorro y todo terminó en escándalo y nueva huida.

Pasó un tiempo convenientemente a la sombra. En un prostíbulo de Entre Ríos o Santa Fe conoció al dueño de un circo de provincias, a quien convenció de incluirlo en el espectáculo. Esta vez el éxito fue arrollador. En poco tiempo pasó de abrir la función y soportar las burlas de los payasos a ser el número principal. Ya había adquirido el nombre artístico por el que sería ampliamente conocido y luego de tres años ese nombre ostentaría también el circo, que había adquirido con algunas maniobras no del todo limpias. Resentido quizás por su malogrado debut teatral, o por cábala (en él esta palabra sumaba varios sentidos), casi nunca abandonó la vida del circo, a pesar de que su nombre comenzaba a brillar en la prensa y atraía multitudes.

Lo que sigue es la parte menos interesante de nuestra historia. Malkut fue famoso y admirado. Su rostro aparecía profuso en afiches y tapas de revistas. Concedió algunas (pocas) entrevistas, y en cada una de ellas se inventó un pasado diferente. Nadie protestó; el artificio convenía a un misterioso mago y, quien más, quien menos, todo hijo de inmigrante había hecho algo similar. Cuando el antisemitismo arreciaba se proclamaba inglés (a pesar de que no podía pronunciar una palabra en ese idioma) o húngaro (porque no había casi nadie que pudiera contrariarlo). Sus trucos con naipes causaban sensación, pero era su acto final de desaparición lo que había labrado su fama. Comenzaba de manera más o menos trivial; su asistente (su amante de turno) entraba a una caja y, luego de un par de vueltas, el mago la mostraba vacía. Otras vueltas y la caja se abría y la asistente salía sonriendo, pero el mago (oculto solo un momento tras la puerta de la caja al abrirse) había desaparecido. Tras un momento de desconcierto, el mago reaparecía de entre la platea para el saludo y la ovación final.

Con el tiempo, como es costumbre, Fortuna dejó de sonreírle. A mediados de la década del sesenta sus espectáculos convocaban cada vez menos gente. Al público, atraído por artefactos más complejos, como la televisión, el arte pop o el trotskismo, poco le interesaban unos naipes caprichosos o un mago que aparecía y desaparecía. Además, si bien Malkut había cambiado de vida, no lo había hecho de hábitos, y las facturas (de dinero y de las otras) se habían vuelto a acumular en su puerta.

Consideró entonces que era tiempo de presentar su acto final, ese que había estado preparando durante mucho tiempo. Financió, con cheques que nunca pensó cancelar, una extensa campaña publicitaria que incluía avisos en diarios y revistas, y un fugaz spot radial. Concedió (esta vez previo pago con otro cheque fantasma) una entrevista televisiva donde anunciaba su retiro y, en el mismo acto, la presentación de su nuevo y más impresionante número. La estrategia funcionó, y el día previsto una multitud se agolpó frente a la carpa algo deteriorada de lo que alguna vez fue el famoso «Circo Malkut». Había, entre el público, una considerable cantidad de acreedores que todavía no sabían cómo aprovechar la ocasión para cobrar alguna de las múltiples deudas.

El acto fue simple y breve. Luego de un tiempo de espera, durante el cual la multitud pudo apreciar la ausencia de animales, músicos, payasos y todo el ornato que acompaña habitualmente el acto circense, apareció Malkut, caminando solo, sin fanfarrias, desde el foro. Se ubicó en el centro del ruedo, miró a la multitud con una mezcla de tristeza y sorna, pronunció algunas palabras en hebreo y desapareció.

Completamente.

Sin dejar rastros.

Desapareció del circo, de la ciudad, del planeta, del tiempo.

De pronto una multitud se encontró en una carpa sin saber bien qué estaban haciendo allí. Los acreedores todavía creían que debían cobrar una deuda, pero no sabían a quién. Desapareció también su efigie de los diarios y revistas que la habían albergado, desapareció su recuerdo de las personas que habían visto sus espectáculos o que habían sido víctimas de sus afrentas. La personas, luego, llenarían esos huecos con memorias falsas y el universo tuvo que inventar situaciones y personajes para completar los vacíos, a veces con consecuencias funestas (inventó, por ejemplo, el hula-hula y a Mirta Legrand). Lo cierto es que desde ese momento todo vestigio de la existencia de Malkut desapareció de todo el orbe.

Sólo quedó, arrumbado en la boletería vacía, algunos afiches, un puñado de talonarios de entradas sin vender y un pequeño mazo de fotografías que rezan «Recuerdo» en la parte de arriba y «Malkut» abajo.

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Por supuesto, eso también estaba previsto.


El satánico Doctor Forel

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Cuando era chico en mi casa no había muchos libros. Unos de los pocos que había eran dos de los tres tomos (el 1 y el 3, para ser precisos) de la obra magna del doctor Augusto Forel, La Cuestión Sexual (Munich, 1905). En esos tomos encuadernados en cuerina verde satisfice (oh aquel tiempo sin internet) mis curiosidades sexuales de los nueve o diez años (eso, quizás, explicaría muchas cosas). Más adelante, ya en clave irónica, volví a leer ciertos pasajes. Hoy encontré, revisando la parte de Psicología, otra edición en un solo tomo de La cuestión sexual (Madrid, Casa Editorial Bailly-Bailliere, 1914) y no pude parar de releer algunos pasajes memorables.

El libro de Forel es monstruoso, en varios sentidos. En primer lugar, pareciera que el sexo, para Forel, es una especie de Aleph abierto al mundo. En sus más de seiscientas páginas va de la biología a la literatura, pasando por el derecho, la moral, la sociología y un infinito etcétera. Incluye, al final, una especie de utopía con familias felices y rubias viviendo en el campo. Porque (y en esto reside el otro aspecto de lo monstruoso) el eugenista Forel considera (con medidas de cráneos y todo) que los negros no tienen la capacidad de pensar, a lo sumo adoptan conductas imitativas como los monos y los loros; sostiene que Baudelaire era un caso perdido de perversión sexual, porque tenía amantes negras y judías; estima que el espíritu mercantil de los israelitas hace que siempre estén involucrados en la trata de blancas y la prostitución. Y todo así.

Durante años creí que poseía una especie de tesoro raro y abyecto, un libro anómalo escrito por un solitario científico loco y nazi (en realidad Forel murió en 1931, antes del ascenso de Hitler al poder). Pero pronto comenzaron a aparecer signos inquietantes. En su libro, Forel critica la costumbre de las mujeres norteamericanas de tener pocos hijos para cuidar su figura en un país donde la raza aria norteamericana pronto sería reemplazada por negros y chinos. En una escena de El gran Gatsby, de Fitgerald, Tom Buchanan, el marido de Daisy, el amor imposible de Gatsby, enuncia argumentos idénticos leídos, según él, en un libro reciente (la reflexión del narrador, recuerdo, era que estaba menos impresionado por el argumento que por el hecho que Tom haya leído un libro).  En otra novela de Fitzgerald, Tender is the night, el protagonista quería ser un psiquiatra famoso como “Adler o Forel”. De hecho (maldito internet), parece que Zelda estuvo internada en la clínica del hijo de Forel, también psiquiatra. Otra vez, ojeando un libro de Kokoshka en casa ajena, vi también un retrato del (todo lo indicaba) ilustre doctor.

En realidad, lo supe mucho después, las ideas del doctor suizo no eran nada extrañas. La eugenesia, la idea de la mejora de la especie humana por medio de la selección de los nacimientos, era un tema muy importante en la primera mitad del siglo XX, hasta que el nazismo hizo que se enterrara bajo la alfombra. De hecho, era transversal a todas las ideologías. Hubo revistas eugenésicas socialistas y anarquistas, e incluso un joven Salvador Allende, Ministro de Salud de Chile a comienzos del 40, propuso una ley para esterilizar a los enfermos mentales y a los que tenían enfermedades hereditarias.

Pero todo esto es en realidad para presentar un texto que me impresionó la primera vez que lo leí y que volví a encontrar hoy. Es un texto muy breve, cuya última frase produce el mismo efecto que un buen final sorpresivo en un cuento de terror. Es, quizás, un gran ejemplo de un género cuyas reglas todavía están por formularse: el cuento de terror involuntario.

El doctor Forel tenía una clínica. En su libro incluye, en letra más pequeña, varios casos que ilustran sus puntos de vista. Uno de ellos es el siguiente:

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Las divertidas aventuras del Barón Zamba en este mundo de mierda

El Barón Zamba (o Zham-ba) era un tipo más bien alto, pelo largo, canoso,  y barba tupida. La primera vez que lo vi (hace más de diez años) llevaba sombrero y chaleco de cuero. Tenía un puesto de libros en una feria hippie de La Plata (“antes era una feria hippie, ahora es una feria de artesanías de Utilísima, y creo que es mejor ahora”) y, cuando conseguía algo que le parecía que valía algún dinero y que no era para el público de la feria, lo dejaba en consignación en la librería. Con el tiempo, venía aunque no tuviera nada para dejar y se quedaba charlando y tomando mate. Un par de veces me pidió permiso para prenderse un porro. Tenía la risa fuerte y parecía disponer de todo el tiempo del mundo.

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Zamba había participado del movimiento hippie platense de fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Formó parte de la Cofradía de la Flor Solar y fundó su propia comunidad. Era amigo, en aquellas épocas, de todos los que formaron, luego, Patricio Rey y su Redonditos de Ricota. Pero con el Indio ya no se llevaba muy bien (“mucha paranoia, mucha merca”), con Skay y Poli estaba todo bien, pero hacía tiempo que no se veían, y de vez en cuando se encontraba con el Mono Cohen / Rocambole.

Ejercía hábilmente el arte de la conversación y sabía contar muy buenas anécdotas. Me contó, por ejemplo, esto:

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Zamba tenía en su puesto de libros un cartel que tenía, en letras muy grandes, la leyenda POR FAVOR TOCAR. Un día (“la otra vez”) una persona (“un tipo grandote, onda rugbier”) estaba ojeando los libros y, al ver el cartel, apartó sus manos de los libros como si quemaran. “Disculpá que te moleste”, me dijo Zamba que le dijo, “¿me podrías decir qué dice ese cartel?”. “Por favor no tocar”, respondió el rugbier. “Disculpá otra vez, ¿me lo podrías leer nuevamente?”, insistió. “Por favor no tocar”, repitió el otro, irritado. “Perdón, ¿te puedo pedir que me lo leas de nuevo?”, volvió a insistir Zamba. El otro ya parecía muy molesto (“ahí me corrí a un costado porque el chabón ya se estaba acomodando para embocarme una piña”), cuando de pronto pareció entender, se agarró la cabeza y dijo: “Uy, loco, lo que nos hicieron…”

También me contó que durante la dictadura estuvo un tiempo chupado (“por hippie boludo”). Se había ido del país poco tiempo antes del golpe y había estado un par de años en Buzios (cuando todavía no era un paraíso para turistas), y lo agarraron en la frontera, no sé si por drogas o por estar en la agenda de alguien. Lo tuvieron un par de meses y lo largaron en la calle Corrientes, a pocas cuadras del Obelisco, justo después de la final del Mundial 78. “Toda la gente festejando, yo no entendía nada”. Una alegoría muy precisa de aquella época en la Argentina.

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El Zamba era el orgulloso creador de un novedoso sistema de crédito de libros que llevaba el nombre de «Hippie Card». Consistía en que, si alguien quería un libro y no tenía dinero para comprarlo, simplemente se lo llevaba y pagaba el importe que quería, cuando quería. El sistema se sostenía en el principio de la «no memoria»; es decir, no se guardaban registros en ningún lado (mucho menos en la memoria del vendedor) del libro que se llevaba y de la persona que se lo llevaba. La idea es que cuando alguien venía a cancelar algún crédito, esto se convertía en una agradable sorpresa. Chupala, Tarjeta Cúspide.

Una vez apareció en la librería con su mujer, una señorita muy bonita que tenía, por lo menos, treinta años menos que él. «Viejo, sin un peso, pero se enamoran de mí mujeres como esta», decía, «soy un bendecido por la vida».

Hace un par de años, apareció por la librería un tipo ofreciendo algunos libros. «Mirá, yo en realidad no me dedico a esto, con otros feriantes de La Plata estamos ayudando a la mujer de un compañero que falleció hace poco. Capaz que lo conocés, porque venía seguido a San Telmo: le decían Zamba.» Era sábado, lloviznaba; le compré todo lo que me ofreció y me quedé el resto de la tarde mirando las calles mojadas.

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La última vez que lo vi me dijo que, si me entraba algún lote de revistas Cerdos y Peces, le hiciera la gauchada de buscar las historietas que había hecho Rocambole con él como personaje y se las fotocopiara. Hoy entró un lote grande de esas revistas, que tenía los primeros números (inconseguibles), y me acordé de todo esto.

Acá tenés, Zamba. Creo que son cinco en total, así que todavía me falta conseguirte una.

 


La vida es un Corso

Una biblioteca es una particular forma de biografía. Y es que cuando alguien se muere, o se muda (circunstancias traumáticas ambas), parte de su vida, la que tuvo que ver con el comercio más o menos frecuente con paralelepípedos de papel impreso, va a parar a librerías como esta. Hay algo muy obsceno, y por lo tanto muy atractivo, en la acción de revisar una biblioteca recién comprada, sobre todo si el antiguo beneficiario es un occiso. Se pueden adivinar, en esas pilas tiradas en el suelo, pasiones, hipocresías, placeres culpables, obsesiones, felicidades. De esos libros de Sartre (o de Foucault, según la época), sin subrayar, uno puede conjeturar que fueron comprados para «hacer facha», mientras que esa extensa pila de policiales muestran intereses más sinceros. Ese misal de principios del siglo XX es el recuerdo de una abuela que vino de España y esos tomitos gastados de Cortázar o Neruda son los vestigios de la iniciación a una lectura adulta. Y sí, los libreros, como casi todo el mundo, somos voyeurs. Hay algo bueno que decir sobre las perversiones, decía Barthes: hacen feliz a la gente.

Antes en este blog, Enrique escribió sobre la biblioteca de Alfonso Corso. Biblioteca singular, sin duda, con algunos ejemplares rarísimos y unas fotos de indígenas de principio del siglo XX que fueron vendidas a muy buen precio. Sin embargo, el mayor tesoro todavía está en la librería (por lo menos la mayor parte) y no sé si es muy vendible. Se trata de tres carpetas grandes, negras, comunes de oficina, con una serie de folios numerados y, dentro, la historia de una curiosa obsesión. Durante más de treinta años (las primeras cartas están fechadas en los cuarenta y la últimas en los setenta) el profesor Corso se ocupó de enviar peticiones de autógrafo, o foto, o foto autografiada, a presidentes, gobernadores, militares y funcionarios eclesiásticos de todo el orbe. Prolijo, Corso, guardaba todas las respuestas, tanto positivas como negativas. Lamentablemente, no guardaba copia de sus peticiones.

Creo que se puede hacer una lectura oblicua de la historia de parte del siglo XX a través de esas cartas. Previsiblemente, la mayoría de esas cartas son amables rechazos. Y sí, no tenemos el autógrafo de Winston Churchill, pero sí tenemos la carta de su secretario que dice que está muy ocupado. No tan previsiblemente, la mayoría de las peticiones atendidas provenían de dictadores de pequeños países del tercer mundo que anteponían a su nombre un conspicuo «general» y que, sonrientes, en la foto parecían venir de una masiva matanza de civiles. Éramos los orgullosos poseedores de quizás la más extensa colección de fotografías y autógrafos de los serial killers más importantes del siglo XX. (Aquí viene la parte triste de la historia: cuando se disolvió la sociedad de la librería, el ex socio de Enrique se quedó con la mayoría de las fotos y dejó las cartas).

Pero vayamos a algunos ejemplos concretos.

Esta es la carta que responde al pedido de un autógrafo de la reina de Inglaterra (en todas las fotos se puede hacer click para agrandar):

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Respuesta a la petición de Corso de un autógrafo de la Reina de Inglaterra.

Esta frase es buenísima: «por razones que Ud no dejará de comprender»; quinientos años de ejercicio continuado del desprecio se resume en ella.

Otra cosa. El general Nasser puede ser personaje muy polémico, pero para nosotros era un copado. No solo se enfrentó a los yanquis en Medio Oriente, sino que le mandó varios autógrafos al profesor Corso y además todos los años le mandaba una tarjeta para las fiestas. Algunas pruebas:

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Carta de Nasser

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Tapa e interior de saludos nasseristas.

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Finalmente, una joyita. En el mismo año, 1960, Corso manda peticiones de autógrafos a dos personalidades muy disimiles; Fidel Castro y Chiang Kai-shek (el dictador chino anticomunista, que gobernó Taiwán luego de que Mao proclamara la República Popular China). En las respuestas se dejan entrever los elogios que Corso hacia ambos regímenes.

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Respuesta de Fidel Castro

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Respuesta de Chiang Kai-shek.

Qué jugador, Corso.


Aportes para una epigrafía nacional y popular

“También la llaman mamá por error»                                                                                                            Paul Eluard

No hay nada más estimulante antes de empezar a leer un libro que un sugerente epígrafe que nos de alguna clave de lo que está por venir. Mejor aún si hay un epígrafe antecediendo a cada capítulo y el éxtasis total se da si hay más de uno por vez (he llegado a leer seis antes del texto principal). Para fomentar el placer de los lectores pondré un epígrafe al comenzar cada párrafo.

“Los lagartos sólo cogen presas en movimiento”                              .                                                      Marius Schneider

Sin embargo, un libro que contenga sólo epígrafes sería una vacuidad, como un libro de frases célebres, si no fuera así, Macedonio ya lo hubiera escrito. A veces el epígrafe poco tiene que ver con el texto que lo sigue, como es el caso presente, pero siempre toca nuestro inconsciente y nos predispone.

“Es cierto porque es absurdo»                                          .                                                        Horatius el bizco, siglo V AC

¿Qué nos quiso decir este poeta latino cinco siglos antes de Cristo? ¿Quizás que la absurdidad de las cosas son la garantía de su certeza? ¿Deberíamos pensar por oposición que todo lo que no es absurdo es falso? Vaya uno a saber, pero lo más cierto es que de cada epígrafe se irradian tantos pensamientos que sería fácil escribir una enciclopedia a partir de ellos.

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«Escribo tu nombre en las paredes de mi ciudad.» Mario Benedetti

“Nuestros sueños no caben en sus urnas”.       Grafiti en la calle avellaneda al 500

Los grafitis son los epígrafes sobre el pedazo de barrio donde están escritos, iluminan las veredas y las cabezas de los caminantes. Son un equivalente de la pintura muralista. Es el ingenio que se sale de los libros y salpica las paredes. Volvía de votar en las PASO cuando leí éste. Fue muy fuerte la sensación que me provocó leerlo, sentí que también estaba pintado en ese muro.

“Elle est retrouvée!

Quoi?  L’éternité.

C’est la mer mèlée  au soleil.»

Arthur Rimbaud

También están los epígrafes que hacen referencias en otros idiomas y complican la vida a los lectores mono parlantes. Para evitar disgustos digo que esta cita, según la traducción de Carlos Barbáchamo, se podría escribir así: “¡Ha sido recobrada! ¿Qué? La eternidad. Es la mar unida con el sol.” Casi seguro que perdemos gran parte del encanto al traducir estos versos, pero que atroz impostura la del citador que da por sentado que debemos hablar francés, griego, italiano, latín, inglés y alemán con igual fluidez.

“En China, el negro no es el color del luto. Es el blanco el asociado a la idea de la muerte”

Colocado en la primer hoja de la tumba, el epitafio funciona como un epígrafe de la muerte o como un epílogo de la vida, según se lea. Maravilloso es el que ilumina el sepulcro de Marcel Duchamp que dice: “Por lo demás, los que se mueren son siempre los demás”. Si yo muriera, cosa que no creo, el mío diría: “no me fui, me echaron”.


Invitación al Hamlet

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Ejemplar del Centro Editor disponible en el Rufián

Me llamó mi amigo el Dr. Fernando Charles de Gregorio Lavié para invitarme a participar de su película sobre Hamlet, que acaba de filmar en estos días.

Me dice: “necesito tu opinión como librero, el comentario de tu mente brillante puede echar luz sobre esta obra fundamental, mi idea es juntarte a vos con un psiquiatra y un artista para que cada uno diga lo suyo”.

Me causó gracia su banal chupada de medias pero Charles hablaba como loco profesional, y los locos no mienten, simplemente son chistosos o tienen una extraña cosmovisión.

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Anverso de la tarjeta personal del Dr. de Gregorio

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Reverso de la misma tarjeta

Sería, en definitiva, una reunión de amigos, que serviría de colofón a su película. Para ello sólo tendría que dar mis opiniones y, por sugerencia de Fernando, tendría que prestar atención a la cuestión judía de la tragedia, encarnada en los personajes de Rosencrantz y Guildenstern, que son los dos cortesanos que llevan la carta de muerte a Inglaterra para que Hamlet sea asesinado. No terminé de comprender bien la importancia de este asunto para el director, pero a mí me tenía sin cuidado, así que desestimé su consejo.

Al otro día llegó la primera decepción. Parece que el artista guarda algunos rencores que le impedirán asistir a la filmación. Mala suerte, mientras tanto aprovecho para pensar en esta obra tremenda que subsiste en la conciencia de la humanidad desde hace cinco siglos. Es un hecho extraordinario que así sea.

Hamlet es una de esas obras que te marcan para siempre, que se leen cuando uno deja el país de la infancia hacia un rumbo desconocido. Prefiero no releerlo por ahora y arreglarme sólo con los recuerdos, sensaciones profundas que recorren el cuerpo. Se mezclan las imágenes de la lectura con la versión fílmica dirigida  y actuada por Laurence Olivier, en eterno blanco y negro. Es uno de los  libros esenciales en la biblioteca ideal del Nautilus que se dispone a zarpar para recorrer las 20000 leguas.

Como adolescente, me identificaba con este príncipe traicionado y quería venganza, sentía que el único futuro posible era como criminal o poeta. Afuera los milicos nos querían matar a todos. Había que hacerse el loco como Hamlet para no pasar a degüello o simplemente para safar de la colimba.

En todos los tiempos, es probable que algo huela a podrido. Leyendo el famoso monólogo , sin llegar a comprenderlo del todo, sabemos que la cuestión se trata de “ser o no ser”.

Todavía no pudimos filmar, y quien sabe si lo haremos alguna vez pero, de cualquier manera, tengo que agradecerle la invitación a mi querido amigo Charles.